En la brisa templada de una noche de verano, cuando los grillos afinan su orquesta y el cielo se oscurece tras los matices profundos del atardecer, se alzan las voces. Voces de antaño y de ahora, entrelazadas en un tejido musical que no solo entretiene: invoca, honra y preserva. Así ha sido un año más en la cita ineludible de "Cantando al fresco", organizada con pasión y respeto por la Asociación Asocastrona. Una jornada que, además de una reunión festiva, se convierte en un acto de justicia cultural, en un ejercicio antropológico de primer orden.
En tiempos donde lo efímero rige
el pulso de nuestras relaciones culturales, los cantos populares sobreviven
como pilares invisibles que sostienen nuestra identidad más profunda. Lo que
para algunos puede parecer una costumbre rústica y menor, para quien mira con
ojos atentos, se revela como un testimonio vivo de una cosmovisión ancestral.
Cantar en grupo, al fresco, no es solo cantar: es construir comunidad, evocar a
los que ya no están y actualizar lo mejor del alma rural.
Es ahí donde el acto se eleva y
se conecta con la labor incansable de Joaquín Díaz, cuyo repositorio
fonográfico no solo ha salvado miles de melodías del olvido- algunas de
Castronuño-, sino que ha demostrado que en cada copla, en cada tonada, habita
una forma de entender el mundo, una pedagogía implícita de lo colectivo, lo
austero, lo armónico con la tierra. Su archivo sonoro es hoy una catedral inmaterial
donde habita lo mejor del patrimonio oral peninsular, y en encuentros como el
nuestro, esas joyas cobran cuerpo y se hacen carne.
En nuestra noche mágica de
Castronuño mencionemos a Rosana de Castro como presentadora del evento, y
a Dori, Mila o Inma etcétera, como
animadoras destacadas. Mención aparte merece la participación de Quica, cuya
voz no solo interpretó, sino que encarnó los ecos de la tradición. Con una
delicadeza casi telúrica, su canto se alzó con una elegancia que hizo vibrar a
los más jóvenes y emocionar a los más mayores. No hay técnica que suplante al
arraigo, y Quica lo tiene. Su timbre parece haber nacido de los bancales secos,
de las eras donde aún huele a mieses, de las cocinas de barro donde se cantaba
al compás del puchero.
En un contexto muchas veces saturado de impostura estética, la voz de Quica es un acto de verdad. Exquisita en lo técnico, pero aún más en lo emocional, nos recordó que la belleza también puede ser sobria, que el arte puede nacer del corazón de un pueblo.
Y si el canto convoca a los
espíritus del pasado, el baile los hace danzar entre nosotros. Agradecidos por
la dedicación y rigor de la Asociación Virgen de los Aguadores de Valladolid
que nos acompañaron, este año se compartió con ellos el baile tradicional de
“El Palillo”, una joya del folclore que no suele interpretarse últimamente en su versión
ortodoxa. La ejecución estuvo llena de respeto por el detalle coreográfico y
musical. El movimiento de pies, el giro coordinado de cuerpos curtidos por el
campo y el cariño, nos recordó que el cuerpo también sabe recordar, que bailar
es pensar con los pies.
La Asociación Virgen de los
Aguadores no solo aportó rigor y entusiasmo, sino también una disposición que
elevó el espíritu de la jornada. Son ejemplo vivo de cómo la labor asociativa
puede ser motor de esperanza, investigación, comunidad y alegría.
No se puede entender la
importancia de este evento sin detenerse a valorar lo que realmente se celebra.
Cantando al fresco no es sólo un festival, es un homenaje. Un gesto de
reverencia hacia esa civilización del mundo rural que —a pesar del olvido, del
desprecio institucional y del éxodo— permanece aún como modelo alternativo de
vida, lleno de virtudes a recuperar:
- La austeridad digna, lejos del consumismo
devorador.
- La cooperación vecinal, que suplía con afecto y
ayuda lo que faltaba en medios.
- La conexión con la tierra, no como recurso que se
explota, sino como madre que se cuida.
- La transmisión oral, sin pantallas, donde aprender
era observar, convivir y escuchar.
- El trabajo con sentido, vinculado al tiempo
natural, sin prisas vacías ni productividad absurda.
Desde Asocastrona no romantizamos
la dureza de aquel mundo, pero reivindicamos la lucidez de sus valores y la
potencia de sus formas de convivencia. En tiempos de colapso energético, de
ansiedad colectiva y desarraigo, los saberes del mundo rural son más actuales
que nunca.
Cada vez que nos reunimos a
cantar al fresco, estamos desafiando un relato oficial que condena al mundo
rural al pasado y al folclore al museo. Nuestra reunión es un acto de
resistencia simbólica, una asamblea sonora que dice: “Aquí estamos. No hemos
olvidado. No nos rendimos”. Y no lo hacemos por nostalgia, sino por justicia.
Porque esas canciones son nuestros textos sagrados, porque nuestros abuelos y
abuelas merecen ser celebrados no solo como figuras familiares, sino como
portadores de una civilización compleja, rica y plena.
Nos atrevemos a soñar en un
futuro “Cantando al fresco” en que podamos ver a los niños bailar, ver a los
adolescentes prestar atención, ver a los jóvenes tomar nota. Las generaciones
futuras no heredarán un mundo fácil, pero pueden heredar un mundo más sabio, si
saben recoger lo mejor de esta memoria. Las asociaciones culturales como
Asocastrona, o como la Virgen de los Aguadores, son faros humildes pero firmes,
capaces de guiar esos procesos de reencuentro con lo esencial.
Invitamos desde aquí a todas las
almas inquietas a unirse, a organizarse, a crear espacios de cultura popular
viva. Siempre vienen bien permisos institucionales para cantar, y subvenciones
para bailar, pero principalmente necesitamos voluntad, raíces y alegría.
Porque mientras sigamos cantando
al fresco, el olvido no ganará. Y el eco de nuestros ancestros seguirá danzando
entre nosotros.
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