Hay noches en que el tempo parece doblarse, como si quisiera tender un puente entre quienes fuimos y quienes seguimos siendo. Anoche, en La Rinconada, bajo la luna llena, tres amigos caminaban juntos. No eran fantasmas, sino recuerdos con cuerpo: tres jóvenes de los años ochenta, venidos desde Castronuño, Morales de Toro y Villanueva de Duero. Muchachos que, décadas atrás, subían a las eras altas de sus pueblos para parcipar, a su manera, en una liturgia que mezclaba transistor, penumbra y cielo: “Alerta Ovni”.
Aquel programa de radio —mitad carrusel deportvo, mitad ritual cósmico— cosía el mapa de España con hilos invisibles. Desde puntos dispersos, voces excitadas narraban luces inquietantes que surcaban los cielos, mientras en los pueblos, entre un silencio expectante y el calor que excitaba el corazón, las gentes miraban hacia arriba. No importaba si lo que veían eran naves, meteoros o espejismos: lo importante era mirar, participar del misterio común, saberse parte de un relato que no cabía en los libros de texto.
De ese espíritu, de esa manera de estirar el cuello para otear lo desconocido, nació —años más tarde— algo como La ruta de los hombres chopo. En sus primeras ediciones, la ruta se ha ceñido más a los hechos: la crónica precisa, el dato verificado, la huella y la fotografía. Esta edición, guiados por el ufólogo invitado Nando Domínguez*, la mirada se abre a lo que la Academia suele despreciar: la savia invisible del mundo rural, sus saberes ancestrales, la forma en que las piedras, los ríos y los árboles nos hablan cuando no hay prisa.
En el corro del diálogo, bajo el rumor de la chopera, nos atrevimos a rozar la que la ciencia misma denomina la gran cuestión:
¿Es nuestra conciencia una cárcel de hueso, confinada en el cerebro, o acaso somos receptores perpetuos, transistores orgánicos que captan y modulan señales venidas del entorno… y de más allá del tiempo y del espacio? El debate no buscó vencedores. Más bien nos convertimos en caminantes de un puente invisible, transitando entre lo comprobable y lo inefable.
Avanzando en el camino, Quique y Rosana, en su papel de cronistas atentos, fueron hilvanando los comentarios, documentando los hechos concretos como quien borda un mantel donde los bordes se desdibujan. Y en el vídeo que cada año revisamos los testimonios de los hecho narrados por César, Luis y Jaime vuelven a emocionarnos por su sobriedad y verosimilitud. No hay artificio en su relato, sino esa verdad desnuda que tienen los paisanos cuando cuentan lo que han visto sin pretender convencer.
Fernando, de Asocastrona, puso el toque ceremonial: su escultura de madera que daba la bienvenida como guardián de otro tiempo. Y hubo este año un detalle que nos llenó de la normal algarabía y la necesaria esperanza: la presencia abundante de niños.
Niños que escuchaban, que preguntaban, que miraban con ojos como planetas nuevos. Ahí está quizá la clave: que las próximas generaciones no hereden solo tecnología, pantallas, y discursos enlatados -e interesados-, sino también la costumbre de levantar la vista y preguntarse qué hay ahí fuera… y aquí dentro.
El grupo fue heterogéneo en creencias, un mosaico donde cabían escepticismo y fervor, ciencia y magia. Pero reinó siempre el respeto, como si el misterio, al ser compartido, exigiera un pacto tácito de cuidado mutuo. La noche nos regaló señales menores pero no menos sugesgesvas: el ladrido oportuno de un perro cuando el relato lo pedía, un viento que susurraba entre los chopos como si deletreara un mensaje, el reflejo rojizo de la luna sobre el río.
Y entonces comprendí que, aunque ya no estemos en 1985 ni tengamos el pelo del mismo color, seguimos siendo aquellos tres jóvenes en las eras altas. Que todavía compartimos —a la orilla del mítico Duero— ese sueño de lirio del que hablaba Machado, ese empeño obstinado en buscar sentido en las luces lejanas. No importa si las respuestas llegan o no: lo que nos salva es la pregunta, y la certeza de que, bajo las estrellas, nunca miramos solos.
*Domínguez, N. (2022). Ufología histórica de Zamora. Editorial Guante Blanco
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