En una Castilla callada, envejecida, y en apariencia dormida, aún palpitan brasas bajo las cenizas. No se apagan del todo los rescoldos de una cultura que, aunque acallada por décadas de desarraigo y desmemoria, conserva en su fondo una potencia transformadora. Desde ese aliento milenario y olvidado, la Asociación Cultural Asocastrona, en nuestro entrañable enclave vallisoletano de Castronuño, ofreció un homenaje digno, sobrio y cargado de sentido: “Poemas de una noche de verano”, un tributo a la figura de Antonio Machado, poeta del compromiso, de la hondura castellana, y de la palabra enraizada. El evento se organizó bajo el pretexto del día en el que conmemoramos el 150º aniversario del nacimiento del poeta, 26 de Julio de 1875, a sabiendas que cualquier día es grato para rememorar la grandeza de la obra vida de Antonio Machado.
Este evento, más allá de lo
estético y lo literario, fue una manifestación cívica: un acto de amor a la
tierra, de afirmación cultural, de resistencia silenciosa contra la
uniformización de las almas y la destrucción del paisaje humano. Porque hablar
de Antonio Machado en Castilla no es repetir versos para aplacar conciencias,
sino devolverle a esta tierra su espejo más alto y verdadero.
Machado no cantó la Castilla de
postal. No le interesó el monumento ni el boato. Fue la Castilla del polvo, del
camino, del alma profunda. La Castilla de la introspección, del maestro rural,
del silencio fecundo, de la dignidad sin ruido. Y así la evocó la velada
organizada por Asocastrona: como una geografía del espíritu, una raíz
filosófica, un clamor contenido.
En tiempos en los que Castilla ha
sido desposeída de su centralidad simbólica y reducida a “territorio vacío”,
Machado se alza como un faro de dignidad. Porque fue precisamente en esta
tierra —en Soria, en Segovia— donde el poeta maduró su mirada crítica, donde
forjó su conciencia social y literaria, y donde supo ver, como pocos, la unidad
entre paisaje, alma y palabra.
En un acto como el celebrado en
Castronuño, donde se mezcla la evocación poética con la recuperación
comunitaria, no se puede obviar la dimensión filológica de la obra machadiana.
Su lenguaje, depurado y contenido, remite no solo a una estética, sino a una
ética del decir. Frente a la palabrería vacía, Machado ofrece una palabra
desnuda, trabajada con esmero de artesano, que respira en cada sílaba el pulso
del pueblo.
Así lo destacaron los
presentadores del evento, Rafa de la Puente y María Sotelo, quienes imprimieron
al acto no solo rigor, sino calor humano. Rafa de la Puente diseño además
concienzudamente durante meses la selección de textos y la coreografía del
evento. María Sotelo, filóloga de formación, rapsoda apasionada y castronuñera
orgullosa de serlo, brilló con luz propia. Su voz, al desgranar los versos de
Machado, no solo los transmitía: los encarnaba, los devolvía a su raíz
telúrica, como si cada poema emergiera de la misma entraña del Duero.
En su recitación no hubo
grandilocuencia ni afectación, sino una reverencia sabia y campesina, que
conectó con lo esencial del legado machadiano. María Sotelo no recita,
desentierra. Y en su gesto hay una arqueología del alma que despierta algo
dormido en quienes escuchan.
Los fines de Asocastrona no pueden
pasarse por alto. En una comarca afectada, como tantas otras, por el éxodo
juvenil, la precariedad económica y la pérdida de tejido comunitario, apostar
por la cultura no es entretenimiento: es resistencia. Recuperar la figura de
Machado no como monumento, sino como referente espiritual y cívico, es un acto
que subvierte el relato de la derrota.
Este homenaje no fue una gala
más. Fue un acto de comunión, una chispa que puede —y debe— encender nuevos
fuegos. La antropología nos enseña que los pueblos no sólo se mantienen por la
economía ni por las infraestructuras, sino por los ritos compartidos, por los
mitos vivos, por las palabras que dan sentido. En Castronuño, por una noche,
esa Castilla profunda volvió a hablar su lengua.
No es casualidad que en los
tiempos de mayor vaciamiento existencial resurja el anhelo de la belleza y de
lo verdadero. El arte, lejos de ser un adorno, es un instrumento de
regeneración espiritual, un puente hacia lo que permanece cuando todo lo demás
se derrumba. En esta clave, actos como “Poemas de una noche de verano” no son
nostalgia: son semilla.
Nuestra esperanza no es conquistar
a las nuevas generaciones con discursos huecos ni con tecnología sin alma, sino
con raíces. Con referentes que les hablen de verdad, que les muestren que la
belleza no está reñida con el coraje y que la palabra puede ser un antídoto
contra la alienación. El ejemplo de Machado —y de quienes lo traen de vuelta al
anfiteatro de la Muela— es una llamada.
Una llamada a crear, a leer, a
recuperar el habla pausada, el pensamiento propio, el asombro ante la vida
sencilla. En un mundo que corre hacia la quimera, Castronuño eligió detenerse y
mirar hacia dentro. Allí encontró a Machado. Y al hacerlo, se reencontró
consigo mismo.
Que vengan más noches como esta.
Que Castilla no se duerma sin loar su memoria. Que la palabra siga abriendo
senderos, como los de Antonio Machado, por donde aún puedan caminar los hombres
buenos.
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